¿Todas las sangres?
PARA EL AMAUTA
JOSÉ MARÍA ARGUEDAS
DE
FÉLIX HUAMÁN CABRERA
EN EL CENTENARIO DE SU NACIMIENTO
18 DE ENERO 2011
Ahí estabas con tu voz, hablando como nosotros, como los otros, como los demás, ternura de sol, pálpito de vida.
Eras justo lo que buscaba, el secreto del silencio que se hace palabra de la tierra y este rocío temblando sobre el trébol cuando llega la brisa buena.
Ahí estaban los labios del padre y del abuelo, saludos, buenos días y aquel paisaje de contrastes y colores donde yo había nacido.
Estaba mi silbido queriendo escuchar mi propio eco en los recodos del camino travieso por donde iba mi infancia.
Eras la respuesta a mi pregunta de manantial y de campiña.
Fue cuando en “Yawar fiesta” y en “Agua” encontré la vida. Para aquel entonces tenía doce años y me gustaba la poesía.
Claro yo sabía que todas las cosas tenían sus nombres y los paisanos bailaban con los colores que no eran los que brillaban en la escuela; allí estaban en los pétalos de las sementeras relumbrando callos del trabajo, antes y después de las siembras.
¿Cómo habías copiado el rumor del agua en tu canto de palabras y eras el cariño de las plantas pequeñas en las sementeras?
Joven aún encontré tus libros en un salón de clase de mi escuelita rural, José María, también la de César, José Carlos, de Eleodoro, de Mario Florián y de ese Manuel Scorza y de otros más.
¿Dónde habían estado? Eso no nos enseñaban, ni aprendíamos que el Perú era uno (todos) y diferente (algunos). Creía que solo los muertos hacían poesía.
Pero cuando supe que tu vivías, ¡qué alegría!
(Don Erminio, dicen que José María es como nosotros, pero las casas de su pueblo no tiene techos de calamina, son tejados en el verdor de la campiña).
Ojalá también sean azulencos los cerros y los hombres hagan las faenas para que dancen las espigas del maizal sobre las cercas y aromen colgados de las peñas las arvejas y los matices de frijoles.
Así será seguro su terruño como nuestro pueblo tan lindo y tan herido.
¿Por qué?
Porque saben y deben saber que nosotros somos una sola sangre, los andinos, no por la cordillera, sino por los hombres.
Antes, mucho antes de todos los antes, aquí nacimos dominando tempestades, y la tierra y el sol se hicieron nuestros padres.
Con nuestras inteligencias conocimos el secreto de la naturaleza, inventamos maravillas con la música y la piedra, nos organizamos en ayllus respetando a nuestros taitas y fuimos lo que fuimos hasta ahora.
Pero llegó la fiebre traicionera; no sé por qué lado llegarían estos inviernos malos y creció como la espina silvestre el odio, la envidia y la muerte corrió por nuestros ríos.
¡Nosotros fuimos y hasta ahora somos cumbres de metal, roca viva desafiando los azules y las nubes!
Y escribiste en quechua y castellano, Joshe Arguedas
(Antes ya los versos de Vallejo habían entrado por la puerta de los pobres).
Ahora estabas tú entre nosotros, con el idioma runa simi que cantaba alegrías y dolores, la lengua de los hombres llena de dulzura, de brazos y de pasñas.
También pusiste tu melodía en castellano masticado en todos los horizontes de nuestros nevados y en los verticales de mares, cerros y selvas.
Esos ríos profundos que yo he conocido tan cerca y distante, el aullido de los zorros en los arenales, en las cumbres, en la selva enmarañada de misterio y de cariño.
Idioma peruano que no solo es léxico, sino también forma y sentimiento. Aquí hablamos el peruano y en peruano te estoy escribiendo, con la sangre y con la vida, José María Arguedas.
Siempre te he escuchado, hay Perú en tu voz, eco de lambras y cascadas. Y como yo, también Oscar Colchado, Socracha Zuzunaga, Washi Cordova, Zeín Zorrilla, Samuelcha Cardich, Toño de Tayacaja, Quique Rosas, Roberto con su volcán de fuego, los Padillas –uno de socavones y minas, y el otro del antiplano-
Allá en el Cuzco, en Arequipa y en Piura están afirmando la patria y sigues hablándonos y entonando huaynos, harauis y hualijías que se meten por los huesos a sacudir nuestra presencia.
En Junín zapateamos el huaylash y el Santiago en las ferias del valle del Mantaro. Y también hemos llorado; ¡cuánta pena nuestro pecho ha desangrado cuando mataron a hermanos por quítame esta paja!
La injusticia, el abuso, la maldad llegaron hasta nuestros mismos pechos.
El Ayataqui fue uno solo, nuestra sangre de dolor y sufrimiento. Esto tú lo vivías, lo vivimos; los sentías, lo sentimos; lo sabías, lo sabemos, y lo dijiste, lo decimos.
Pero eso de “todas las sangres” que tú dijiste, no me sabe muy bien, José María; creo que no fue así como hablaste.
Porque entiendo que no querías decir que el Perú era un conglomerado de razas que cada una tenía su palabra y que entre nosotros no nos entendíamos.
Que éramos diversos y por lo mismo que aquí nunca hubo comunicación posible y por eso la torre de babel era nuestro símbolo.
¿Aquí nos odiábamos, nos acabábamos, nos destruíamos? Porque entre distantes y diferentes no hay amor ni comunión
¿Era el salvajismo nuestra sangre?.
¡Qué bonito, agarrarse a ti para destruir tu propia voz, José María, y afirmar que el color de la piel era nuestro perfil y por tanto venga la diversidad para hacer nuestra diferencia
¿Lo somático determina nuestra identidad? ¿De cuándo aquí, la animalidad impone el perfil a la humanidad?
Y si es así, ¿todo lo andino estuvo perdido, desde nuestro nacimiento siempre destruido?
¿Solo nos caracterizó lo primitivo?
¿“Así somos pues los peruanos, los andinos”?.
¿Que cuando llegaron los invasores, nos trajeron la civilización y la cultura, la lengua, el saber que éramos hijos de dios, por eso era bueno tener los ojos azules?
¿Ellos nos enseñaron a saber que éramos seres humanos? ¿Nos salvaron porque el camino del infierno era nuestro único derrotero (¿es?) para achicharrarnos con los malos?
Pero lo curioso es que llegaron a nosotros con dos palos cruzados, un hombre muerto, ensangrentado, crucificado y con corona de espinas. (En otros crucifijos, el dios hombre estaba agonizando, semidesnudo con los ojos perdidos).
Lo habían matado por defender a los humildes, a los abusados, a los que no tenían nada, murió por los esclavos allende de los mares.
De este señor decían que decía que nos amemos los unos a los otros.
Pero como éramos animales, ellos los pregoneros extranjeros nos odiaron, solo nosotros nos amamos en la desgracia (siempre lo habíamos hecho, nunca dejamos de hacerlo).
Y nos hablaron de pecados y pecados. “¡Arrepentíos!”
Para ellos, las gracias y virtudes. Para nosotros las maldades.
Nos trataron como bestias de carga, a roturar la tierra bajo el látigo del patrón, a escarbar los breñales agonizando en los socavones, encarcelados, amarrados, muerta la esperanza.
¿Cuándo llegó este vendaval, -no de truenos ni de rayos que bien sabíamos guarecernos en las cuevas de las breñas- de pólvora, odio y de muerte, de gente extranjera, hasta nuestras propias casas y murieron las torcazas zureando en los tejados de la humildad?
Solo reinó la ambición, la injuria y la maldad.
Ahora usan y abusan de aquello que dijiste: Todas las sangres.
Dicen que aquí estamos viviendo razas y culturas venidas de todos y por todos los caminos. Que esta diversidad es lo que nos distingue.
¿Aquí no ha habido unidad? ¿Nunca lo habrá? ¿Pero, es lo cierto?
Cuando abrí los ojos en una comunidad campesina, todos éramos iguales, hasta el crucificado tenía el color de nuestras alegrías y tristezas.
En navidad jugábamos con aquel niño Manuelito bailando las pallas y los pastorcitos cuando Llawiko tocaba su flauta de carrizo y ¿por qué cuando estuvo grande lo mataron a Cristo con tanta insidia, odio y maldad?...
Recuerdo que sembrábamos la papa canteña, la wairo, la chaucha o la wamantanga, haciendo ayni, (¨aychama¨ decían los abuelos), todos para uno y uno para todos.
En la mañana azul, llegaban con sus palas, barretas, picos y rejillas, a sorber el caldo de menestras, carnes y longas con sabor a hierba buena.
Era humo celeste la alegría y un solo canto la cabaña.
Nadie los había convocado porque era la mano del hermano.
La obligación de hoy para ti, mañana para él, pasado para mí, y siempre para todos ¨la minka¨ cuando construíamos el canal, la escuela, el empedrado de las calles, la casa comunal.
Todo con música de trinos, sonido de lluvias, rumor de cascadas, que venían silbando con el viento desde las faldas de Warinwasi, en antaras, quenas, arpas, guitarras, pinkullos y chirimías.
Esta es nuestra patria, Perú de corazón, una sola sangre; tronco del árbol que llegará al cielo cuando nosotros queramos.
El trabajo era (es) alegría. Todo lo hacíamos (lo hacemos cantando y bailando porque estamos vivos, nuevos y resucitados).
Esto éramos nosotros, así habíamos sido. ¡Somos!.
Así se construyó, (nos explicaba el maestro Ricardo), el templo de Chavín, allá en Ancash con su cabezas clavas. Y el Tiahuanaco con sus chulpas de Sillustani, en Puno.
Éramos muy grandes, somos inmensos, dominamos la piedra y le pusimos color y forma a Macchupicchu. En el arenal de Nazca sembramos nuestro secreto.
Es que somos hijos de la madre tierra, hemos salido del seno de las montañas, y celebramos con ellas sorbiendo chicha de jora para que nos brinde el secreto de sus misterios en la savia de sus plantas, en el brillar de sus metales y sean nuestros abismos secretos de oro o cascadas de plata.
Ahora en los arenales y en las grandes ciudades hacemos lo mismo. No tenemos nada, pero sí nuestros brazos y el trabajo.
Ha habido inteligencia amando y conociendo a la naturaleza, nada nos era extraño en el cielo y sus luceros.
No nos es extraño, sabemos avanzar en la noche por los aviesos senderos de las cordilleras con nuestras llamas, acémilas, caballos y perros que ladran a la luna cuando nuestras manos cogen las estrellas de la nieve.
Allá en Sacsaywamán, había una poza grande, existe todavía, donde se refleja el hervor de las galaxias y llegan los sabios para saber qué nos dice el cosmos y las nubes celestiales.
Nada nos es ajeno en las plantas y hierbas de montañas, colinas y quebradas donde la muña aroma los caminos, las retamas reflejan ilusiones y las cantutas cuelgan arco iris de pétalos y aromas desde las peñas y barrancos.
Desde niños moldeamos la arcilla dando forma a la ilusión de nuestros juegos, como los mochicas en sus ceramios o los paracas en sus tejidos hechos con vientos marinos y colores de abismos.
Sabemos imaginar nuevas realidades tejiendo caminos en las cordilleras y le sacamos sonidos hasta hacer música de soledades y distancias.
Para el frío, buenos son los ponchos de vicuña y para el calor, el misterio de los árboles en sombras, agua cristalina, sed del caminante.
Y ahí fue cuando escuché el violín de brisa mantarina. Ese valle cómo vibraba en las manos de Zenobio, el arpa del Chatito Flores con risas y lágrimas despidiéndose de su pueblo.
Aprendí que había otro lenguaje en las cuerdas de la guitarra; ahí estaba García Zarate y su Ayacucho herido.
Yo mismo cantando a la medianoche para que despierte la calandria y sepan que en la esquina de esta calleja oscura habían corazones enamorados que entonaban quenas y kajelos interpretando como caía gota a gota el aguacero.
Aquí nacimos, crecimos, respiramos el aroma de las soledades en el alma de las montañas.
Y no es que estemos solos, ellas extienden sus alas dando aliento a nuestros pasos y recogemos el corazón de los humanos para saber que existimos y ¡no se trata del color!, todos tienen la sangre roja bermellón que sale palpitante con el mismo son, no existe sangre de otro matiz.
Un solo origen, una sola fuente después aparecen los arroyuelos por la pendiente.
Fue entonces que me di cuenta que teníamos nombre y que esa música, voz del agua que caía en la cascada, era violín de nuestras manos que volaba hecho lucero entre los qantus de la quebrada.
Y me preguntaba ¿de dónde era tu tono, José María?
Pero cuando llegó a la calleja de mi pueblo el arpista Chumingo, supe que eras la misma semilla en el surco de la anchaca, cómo sus dedos medio volteados destellaban en el terrón de buena sementera, huaynos, trigales de gemido edulcorado y cantaba: no saques el puñal de mi pecho, te saltará la sangre y dirás que tú lo has hecho.
Rojita de todas las venas -no tenía otro color-, por eso el zorzal, desde el sauce de la aguada le dio la bienvenida.
Era tu eco esas cuerdas envejecidas del madero, José María; entonces me dije ¿con mi misma palabra puedo andar por todos los caminos? ¿Me entenderán? ¿Sabrán quién soy?
Y así como yo había muchos escuchándote; sabíamos que esos aires bajaban de las montañas, subían desde el vértigo de los abismos donde las venas de los ríos rompían soledades.
Por eso dijimos ¡salud! con aguardiente de naranjilla y wamanripa y me puse a cajear como los buenos: flor de mayo, flor de mayo, crece color y aroma en los vientos de Agomayo.
Ahí en esa música estábamos todos; llegaron a la plaza principal zapateando taco a taco los niños del vergel, las mozas arco iris con trenzas de abril.
Aprendí ese tono, por eso me pongo a cantar en las esquinas de los villorrios y pueblos andinos para que me escuchen todos, y todos se vayan con mis notas silbando por el sendero de los tréboles y jilgueros.
Que todos los nombres sean hombres y las madres siembren a sus hijos en la buena tierra cuando lleguen las torcazas a zurear en el sauco de las huertas.
Y llegan también los antiguos guiados por Martín trayendo bastones labrados para llevar el compás, ellos prepararon el barro, labraron adobes y horadaron las piedras, dieron forma a los muros y se quedaron en la simetría de los laberintos de la ilusión; saben que siempre hemos sido una sola voz.
¡Se grita de todas las bandas pero un oído escucha a los demás!
¡Cómo hicimos jolgorio en las horas del día! Después todas las esquinas fue matiz de música, los de ayer, hoy y los del mañana trajimos ramilletes de limalima y waranhuay y ahora estamos bailando en todas las sendas del corazón.
Fuiste uno de los nuestros, José María, José Carlos, Ciro Alegría y conocí a Javier ¿sabes? ya en la universidad, tomando café y cigarrillos para la inspiración.
Fue desde entonces que empecé a buscar el secreto de las hierbas arco iris, ¿cuál era la miel de las torcazas? ¿Y la telaraña de los cielos que iban tejiendo inviernos al verano?
En casi todos los rincones de la patria crecía la amargura. Había tanto y no teníamos nada. Buscando lo nuestro trasmontamos cordilleras y llegamos a desiertos pelados que también tenían dueños.
Luego llegaron tiempos malos con trinos de pájaros agoreros que se tragaban los frutos de los árboles y hasta negaban las raíces que sostenían nuestro tronco.
Qué hacer ahora. No podemos permitir que nieguen los nombres, que nos cierren las puertas de nuestras propias casas, que estemos en la intemperie de nuestra pena llorando a los hermanos e hijos muertos y desaparecidos. Que siempre nos estemos yendo del Perú tan nuestro que se adueñan los ajenos.
Hasta la voz de los buenos ya no hablan de nosotros, dicen que somos del mundo y en cualquier lugar estamos.
No, no es así. Nada iguala a la querencia donde mi palabra fue destello de sol a medio día, neblina de canto con la lluvia y suspiro de amor en la alegría.
Que venga la buena nueva, pero la antigua tiene una calle, José María, donde se reconocen los vecinos, se dan la mano, se saludan, y nos daremos los buenos días mañana cuando aparezca el sol en los nevados de nuestras cordilleras.